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Recuerdos de mermelada de ciruela

Recuerdos de mermelada de ciruela

Hace unos años, cuando la senda de la autodestrucción aún no se había empeñado en engullirme, recuerdo que soñaba con volar. Sí, fue hace muchos años, que uno ya es viejo y los lumbagos no perdonan. Parece una tontería. Evidentemente nunca me até uno de los manteles de mi madre y me tiré por la ventana porque ya por entonces había visto demasiadas veces la puta manzana de Newton cayéndole delante de las narices. Todavía no sabía lo que era la energía, ni potencial ni cinética, y la única masa a la que asociar velocidad alguna era de color verde y la caricaturizaba el pobre Ferrigno. Sí, para los puristas diré que era gris en sus comienzos y en ciertas épocas de revival. Por cierto, apartándonos un poco de la línea argumental desdichada que estoy hoy siguiendo, se dice, se comenta, hay por ahí una infame leyenda urbana en la que el pobre Ferrigno, totalmente metido en el papel -ríete tú del método Stanislavsky- salió a la puerta de su casa, sí, una de esas casas yanquis de urbanización y a lo sumo dos alturas, y vio a lo lejos una preciosa chiquilla de tirabuzones dorados (da igual que estuviera calva, pero hay que avivar la situación un poquito), jugando en medio de la calle. También le dio tiempo a ver cómo una furgoneta venía a toda pastilla y amenazaba con atropellarla (o quizá fuera el carrito de los helados al que se le había saltado el freno de mano). Nuestro intrépido héroe, aún sin maquillar en verde de pies a cabeza, decidió arriesgar su vida salvando a la pequeña, que, casualmente, no se había dado cuenta de que alguna que otra tonelada se le venía encima. Lou trató de parar la furgoneta con sus hiperatrofiados bíceps, porque en ese momento no era Lou, era la Masa. Se dice (y nadie se lo cree, por cierto) que de la fuerza se le reventaron los músculos de los brazos, los antebrazos en la versión académica, los bíceps en la versión del Tomate.

Bien, no venía a cuento, pero podemos sacar una conclusión demoledora de esta historia: somos lo que somos, no el personaje que nos creemos. Yo, de pequeñito, y de mayor, qué coño, quería volar. No quería ser un superhéroe, porque siempre he sido vago y miedoso, quería ver el mundo desde arriba, sentir toda la violencia del viento en la cara, llegar hasta la otra punta del país de la forma más rápida, en línea recta, sin curvas de carretera ni esperas en aeropuertos. Quería sentirme libre, aún sin saber de qué. Supongo que disfrutar un rato de la felicidad que regala la soledad, introspectar (menudo palabro me acabo de inventar) el mundo interior desde medio kilómetro de altura.

Ahora, con los pies en la tierra, a veces resurge el anhelo. Aunque ya no tiene gracia porque cualquier tiempo pasado fue mejor. Hulk ya no es Ferrigno, sino Eric Bana, perdón, quiero decir Edward Norton, las películas ya no están en cintas, sino en dvds y ya no hay posibilidad de pasar desapercibido si la cagas o cometes una tontería, en dos segundos aparece tu pifia en youtube. Sí, ni siquiera está el encanto de llegar a ningún sitio en línea recta lo más rápido posible. Mirando atrás siento que vamos a una velocidad estratosférica si la comparamos con la de antaño. Los viejos llevan en sus chaquetas un círculo con limitación a noventa, como las furgonetas de antes, mientras sus nietos les pasan a la velocidad del cable porque la adsl parece vetusta ya. Cuando eres un niño el tiempo se ralentiza hasta la desesperación (¿cuándo llegamos?) ahora la arena del reloj se me escapa entre los dedos mientras intento apuntalar cualquier ínfimo recuerdo en mi destartalada memoria.

Cagüen la puta, estoy acabado.

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