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El pájaro azul

El pájaro azul

He sentido el trueno que anunciaba la desgracia. La desgracia de un desgraciado como yo. Hace unos minutos he regresado de un largo viaje que comencé ocho meses atrás, cuando tuve la Revelación. Pero hoy todo se ha desmoronado como un castillo de naipes. Todo. Son poco más de las diez. Y estoy desesperado, anodado. Incluso he tenido que rendir pelitesia al Oráculo del Silencio, pero no he encontrado más respuesta que un reproche, más consuelo que una certidumbre ni más verdad que mal agüero. Se acabó. He despertado de mi sueño de felicidad eterna. Paradójicamente, he descubierto que soy yo el ángel caído. Idiota. ¿Cómo pudiste estar tan ciego? ¿Desilusión, dices? Ceguera. La del enamorado que ve imperturbable su eterna felicidad instantánea; la del atormentado con las promesas que nunca llegan más que por la boca del que se las hace. Me encuentro perdido, desorientado, desencantado. Se rompió el hechizo, se terminó la ilusión, se me murió el júbilo por sobredosis de éxtasis. La cordura ha regresado de la prisión en la que la encerró Fortuna. La diosa se me presenta más prostituta borracha que nunca, más irracional, más sarcástica, más demencial siquiera. Soy un extraño en mi propio país; un vestigio del pasado; un incauto al que todavía le llenaba de orgullo el sólo nombramiento de su patria. Adiós España, adiós. ¿Cómo seguir viviendo en una nación en la que ni su jefe se atreve a decir su nombre? España. España. España. ¿Os avergonzais, malditos? El único consuelo que me queda es que habrá muchos días en los que rugirá el león; y hasta allí se transportará mi espíritu para rugir junto a ellos. Juntos. Unidos. Pero esas sólo son conjeturas, deseos de un necio que ha nacido siglos después del tiempo que le habría tocado vivir. Vacío. Estoy vacío. Mientras tecleo, se va pegando a mi cuerpo la húmeda calma del espectro que nunca más creí volver a sentir. De nuevo me veo anestesiado por la apatía más inocua, disuelta al percentil noventa y nueve con nada número cinco. He dicho adiós al Azul real, ahora sólo me queda despedirme del mío. Ya no aplaudo ni celebro, sólo he abierto en mi cerebro, la jaula del pájaro azul...

el día del trabajador

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Reflexiones de una mente contradictoria perdido su sentido

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Remar para ahogarse en la orilla...

Una ráfaga de aire frío sobre mis hombros; un lamento perdido bajo la amargura de un presente pasado de moda; una desidia escondida bajo el infinito peso de la desilusión congelada. Palabras sin sentido. Acciones sin recompensa. Maldiciones de diseño, fruto de malentendidos inertes.

 

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La duda ofende si el ofendido duda

Anoche me crucé con una despedida de soltero.

 

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Lo hecho, hecho está

¡Oh, Dios mío! ¡Lo he hecho! ¡Lo he hecho!

Tengo a mi ángel...

No puedo dormir

Np he podido dormir nada

Do you know what I mean?

Flotan los sentidos en sordina estridente, macerados en un vaho de demencia inherente. Irreverente. Cae la cordura desde altos vuelos, estampándose rápido contra el raudo suelo. Lleno de cristales afilados, esparciendo sus restos -a los 4 vientos- exterminados, de sangre encharcados... Desacelerados... Pelín masacrados. Lo siento: soy un imperfecto. Es cierto. Discrepo. ¿Del cepo? ¿Acaso no basta una buena señal? ¿Serán las estrellas capaces de hablar? Y la pescadilla se muerde la cola. Será este el momento de encender la gramola. Virtual, por supuesto. No habría otra posibilidad. Quizás. La muerte me ronda, no deja de enredar, en su telaraña ¿me voy a embalsamar?. Jamás. Ojalá. Se verá. ¿Cuando? Tomorrow. Y su oreja. La de esa pendeja. Será ella mi pieza, el trofeo que voy a abatir. ¿Sin dormir? Es probable. ¿Qué rimes en bable? Y hasta en galés. ¿Cómo crees? Mañana a estas horas todo habrá terminado; y entonces el Raposo se habrá contentado. Y saciado. ¿Seguro?. No lo dudo. O quizá me metan un puro. Enculado. Podría terminar derrengado. O maltratado. O morado. ¿Qué mas da? Mejor no lo pensar. Terminó. Sefiní. Sefinó. Sefiní. Sefinó. Tralarí. Tralaró. Se acabó.

Me giro al establo, me doblo y me abro.

Será lo que Dios quiera y el diablo nos permita.

¡Seguro!

El amor a la judía

El amor a la judía

Había una vez un gorgojo que vivía en una judía. El gorgojo se pasaba el día comíendose su casa, cosa por otro lado no muy inteligente, pero ¿qué inteligencia se espera de un gorgojo? Un buen día, el gorgojo terminó las últimas migajas de su casa y, sin pensárselo dos veces, se puso mandíbula a la obra con la de su vecino. El gorgojo B, su encantador vecino, se lo tomó a mal -¡hasta ahí pudiéramos llegar!-, así que le soltó un indescriptible zumbido de cólera, en parte porque tenía la boca llena de judía, en parte porque nunca se le había dado muy bien silbar. Gorgojo A no se dio por enterado, se hizo el loco y siguió masca que te masca. B logró, con sumo esfuerzo, que dos de sus neuronas (¿tendrán neuronas los gorgojos? Vaya usted a saber) llegaran a formar un arco eléctrico. Pensó entonces -¡Alabado sea el Gorgojo supremo, aquel que habita la Judía celestial, la Judía Interminable!- que, después de la advertencia, iba la amenaza, y después... Después ya no lo supo porque el sabor a judía le embotaba lo que tuviera dentro de la cabeza. Aún así logró pronunciar otro zumbido, este más descriptible. Pero A seguía dale que te masco. Gorgojo B entonces recordó su hilo argumental anterior y pasó al después. Y resulta que el después era la violencia, el después de las hostias como panes -como panes de judías, eso sí-. Llegó entonces la confrontación gorgojera, que duró horas y horas, máxime porque sólo se curtían entre bocado y bocado de judía. A eso de la medianoche, morían ambos gorgojos por trauma indigestionante: B murió al atragantarse con un enorme pedazo de lo que quedaba de su habitación de invitados y A palmó por alergia. Resulta que B vivía dentro de una judía pinta.

 

20 de abril del noventa... y dos

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No hay mayor dolor que pedir perdón; no hay mayor perdón que el del dolor

Sólo dedicaré unas líneas para anunciaros que es posible que pase algún tiempo sin escribir nada.

Efectivamente, estaré indispuesto; o estreñido; o muerto.

Comienzo a engullir teclas tras tragarme el orgullo.

PD: La foto todavía la quiero (sin photoshop, please)

Pisoteando la bandera

Una mujer ministro de Defensa.

Y Fortuna hizo girar su rueda -de nuevo-, como una prostituta borracha.

Maldita Fortuna, ¿por qué haces que conserve la vista para ver semejante despropósito? ¿No sería mejor haber perdido los ojos años atrás en Mostar? ¿Por qué no se me reventaron los tímpanos en aquella maldita emboscada? ¿Cómo dejaste que conservara la lengua aquella fatídica noche en la azotea?

Ni repitiendo ciento ocho mil veces el artículo 8 podré recuperarme esta vez. Es más, creo que ya lo he olvidado; es más, creo que no lo volveré a recitar en la puta vida.

Sólo espero que la fase de los antojos haya pasado: podríamos retirar a todos los efectivos de Ceuta y Melilla de una vez por todas. Total, con los que quedan allí ya...

En fin. Espero que alguien me mande una foto del ministr@ al lado de la bandera española y del JEMAD para colgarla en esta descorazonada entrada. A ser posible gritando: ¡Viva España! Me comeré el teclado ese día... y mi orgullo.

aún no puedo decirlo

Son poco más de las once y no sé qué es lo que vendría aquí porque el sitio del que tendría que sacarlo está a oscuras.

¿Entelequia mal entendida o falsa burla del Destino?

 

Ansia. Podría estirar la mano y coger el tesoro. Podría habermelo llevado conmigo. Pero no es el momento. Ya llegará. Está escrito.

 

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el del domingo pasado

Aerolíneas argentinas.

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Un canto afónico de felicidad aúrea

Un canto afónico de felicidad aúrea

Se alzan de las profundidades dibujando piruetas inverosímiles; se mueven al compás de la lírica insonorizada, siguiendo vibraciones estancadas: por la fluidez del fluido, imitando a los delfines con sentido; se revuelven intangibles las narices retorcidas para acallar el sabor de la derrota; se rasga el agua, se cercena el líquido elemento, se moldea el estuario comprimido por las ondas de un inquebrantable movimiento; se…renas; si..renas.

A veces me pregunto si no serán apariciones, o espíritus terrestres sin pulmones, u ondinas sin branquias ni membranas. ¿Tímidas u olvidadas? Difíciles de ver; todo el día anegadas en una rutina que cala, tanto de piel como alma; empeñadas en lograr la summa perfectionis; empeñadas en conseguir esos tesoros que sólo afloran los días señalados. Entonces, ¿por qué no utilizan más su canto? ¿Acaso nos llenamos los oídos de cera o nos atamos al poste de la nave del salón? Quizá es que nadie lo amplifica: el esfuerzo, en estos tiempos, es un valor demodé. ¿Por qué? ¿Qué sé yo? Me facilitaría las cosas; o quizás terminara la ilusión. Porque verlas bailar en directo es sumamente imposible a no ser que estés aburrido y hagas zapping y el dedo resbale hasta el número 2 mientras el horario de la zona de danza esté en más menos tres o cuatro. Es cierto; siempre nos cogen desprevenidos; sin salpicar ni una gota, sin hacer ni un ruido; veni, vidi, vinci; llegan y triunfan, sin que se inmute ni uno de sus pelos cobijados ―encerados― de un lacado waterproof.

¿Cómo no dedicarles unas líneas? ¿Qué es media hora de trabajo pulmonar frente a toda una vida bajo el agua? Aún están frescas las horas, presentes los momentos, en los que descendieron al abismo y consiguieron el tesoro; merecido tesoro; merecidísimo tesoro.

Felicidades, señoritas.

Felicidades… sirenitas.

eleven

Número maldito, día once de la semana once

 

Halle Berry + Will Smith

 

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Ruge el león

Ruge el león...

Cuando ruge el león...

Grito: ¡soy español!

 

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Un San Valentín bajo los efectos del sopor

Un San Valentín bajo los efectos del sopor

Hoy es San Valentín. Lo sé; lo llevo sabiendo desde días atrás, cuando empezaron los sarpullidos. Rojos, como todo lo que se precie de este maldito día. Maldito quizás sea un calificativo un tanto fuerte, pero no se me ocurre ninguno mejor. Al menos en lo que a mí respecta. Me explico. Durante estos últimos años he desarrollado una aversión creciente a este día. Primero porque no me interesa una fiesta puramente comercial. Sí, ya sé que es el tipo de queja que exponen todos los jodidos solterones -y en menor medida solteronas resentidas, que a las otras les importa un pimiento- que no se comen un colín y desearían estar comiéndoselo, o al menos que se lo coman (perdón por el comentario soez; ¡qué coño de perdón si es mi blog y aquí yo digo lo que se me pegue la gana! -perdón por mi lapsus novelero-. ¿Otra vez? No tienes remedio...). En realidad no es que me importe que la fiesta sea puro consumismo, puesto que una de mis tías tiene una floristería y ahora, con tanta cremación, el negocio de las flores está por los suelos; no es mala idea que se le recuerde a la gente que compre flores. Ahora que lo pienso, no debería haber utilizado el argumento anterior; te has dejado llevar por la corriente general de los perdedores; y de los avaros; de los que no tienen a nadie que regalarle nada y de los que no quieren regalarle nada al que tienen.

Vayamos al grano -esto se me ha ocurrido después de rascarme con virulencia los sarpullidos-. La única razón por la que odio San Valentín es la ansiedad que me produce. Sí, ansiedad. Yo siempre he sido muy simple. Soy de las personas que tienen cuatro ideas claras dentro de la cabeza y las siguen a rajatabla. Hic et nunc. El planteamiento es bueno. Al menos la mayoría de las veces. No tienes que pensar, no tienes que vivir en la disyuntiva de la elección. Actúas y punto. Lo que se ha hecho así durante años no tiene por qué hacerse de otra manera ahora. Pero en San Valentín no. Pongamos un ejemplo. Imaginemos Madrid a principios de los noventa. Tengo por fin novia. No recuerdo su nombre... -he dicho novia no amor-...¿Clara? Es posible. Llevamos saliendo X meses (la memoria a largo plazo la tengo chunga). Quedamos para San Valentín en una cafetería. Ella está radiante... y expectante. Espera algo, ¿qué será? Pues un regalo, algo, una flor, unos bombones, cualquier mierda envuelta en papel rojo brillo y con un puto lazo anudado. Yo soy un adolescente salido y no tengo un duro (por entonces no había euros, por si alguno no se acuerda; ni redondeos tampoco joder). Ni siquiera me disculpo, es más, la increpo preguntándole por su regalo. Cortamos en ese mismo instante. Bueno, ella me deja. ¡Qué poco romántico! Año siguiente, misma situación, distinta chica: Raquel. De esta me acuerdo del nombre. Llegué a la cafetería con un enorme -y cursi- ramo de rosas. Ella no me había comprado nada porque no sabía que íbamos tan en serio; es más, se acompleja y avergüenza por no haber tenido el mismo detalle, la misma intención. Me deja allí mismo: no quiero hacerte más daño del que ya te habré hecho. Es mejor que lo dejemos aquí antes de que suframos más. Pasaron dos años porque el anterior corté a mi novia de entonces a principios de febrero (ahí ya empezaron los primeros síntomas de ansiedad). Esta vez preparé el terreno. ¿Nos vamos a regalar algo en San Valentín? Mi regalo eres tú. Lo dijo con una voz tan sensual que me empalmé. Lo siento, pero es la verdad, aunque creo que la satisfacción fue por saber que ese año no iba a fallar. Por si acaso, cambié de café. Escogí uno con reservados inmersos en la oscuridad para regalarnos a nosotros mismos, ¿puede haber mejor regalo que ese? Ella no pensaba así. Se presentó con un regalo espectacular. Yo fui con las manos vacías y unos gayumbos rojos, por si se terciaba un desarrollo intrínseco del amor o ella pensaba hacer uso de su regalo. ¡Qué poco romántico! No significo nada para ti; al menos no lo mismo que tú significas para mí. Me has decepcionado. Esto no me lo esperaba. Cómo has podido humillarme así en este día. Adiós. Al día siguiente tuve mi primer sarpullido.

Como veis, estoy hecho un patán. Al menos lo era. Y aunque aquella fue la última vez que me dejaron en San Valentín, siempre que llega febrero, me asaltan los temblores provocados por el estrés postraumático. ¿Qué cómo lo conseguí? Siempre compro un regalo simbólico tirando a caro y de tamaño pequeño, nada de flores ni peluches, ni mariconadas parecidas. Lo llevo en el bolsillo del pantalón, puesto que el abrigo es susceptible de ser registrado (no os indignéis muñecas, que tipas así haberlas haylas). Si ella no me ha regalado nada porque quedamos en ello, no se lo doy. El regalo me sirve para una fecha señalada más adelante o para otra tía en el caso de que las cosas se tuerzan con esta. Que ella me ha comprado algo aunque quedamos en no comprarnos nada, pues le doy el regalo y situación salvada. Que quedamos en comprarnos algo pero de entre diez y veinte euros y ella me ha comprado algo de mayor valor: pues yo también; que ha sido del valor estipulado, pues se lo doy igual diciéndola que vale veinte euros: la ilusión que le hará cuando vaya a comprobarlo o le digan sus amigas, madres y hermanas que vale más de lo que dije (y encima quedo bien por no hacerle notar que ella me ha regalado algo de valor inferior). Como podéis comprobar esta fecha atufa al romanticismo más sarcástico.

Sin embargo, este año, aún estando soltero como estoy, desearía gastarme todo lo que tengo en mi ángel. Pero no puedo, todavía no es el momento. Aunque estoy tan enamorado que he cometido el sacrilegio de enviarle flores. En realidad le enviado un puto arbusto. Espero que le gusten las azaleas.

Melodías secundarias para personas únicas

Melodías secundarias para personas únicas

Resuenan en mi cabeza ciertas notas escuchadas en una película española. Sólo son sonidos, pero qué sonidos. Recuerdo, cuando la vi por primera y última vez, cada golpe de tecla de piano, cada soplido de elemento de viento. Del hilo argumental recuerdo más bien poco, casi nada, porque el tiempo se ha llevado, de lo poco, lo que quedó clavado en el olvido; pero el sonido... Cada vez que escuchaba la melodía, sentía, disfrutaba; erizábanseme los pelos de la nuca, como si faiciera kutu... como si pingara el mocu... Salí del cine electrizado, a poco más un ser obnubilado, del blanco y negro poseído y extasiado, rindiéndole homenaje a esa melodía, elocuente imagen sonora que al profanar mis oídos convertíase en poesía...

El mensaje navideño de Su Majestad Real de Pusilamia

El mensaje navideño de Su Majestad Real de Pusilamia

Al ser este - y la noche pasada- el momento en el que más ilusión se junta en el mundo, sería desilusionante por mi parte no vender la felicidad como algo tan tangible que pudiera alcanzarse al estirar la mano, como si el deseo hiciera real la entelequia. Amigos míos, intentad seguir la senda de Aristóteles, intentad alcanzar el bien supremo, buscad la felicidad, represente el concepto de marras lo que represente para vosotros. A mí me hace feliz que todos seamos diferentes, porque los conjuntos de individuos iguales tienden a la autodestrucción, aparte del aburrimiento que provocaría el convivir con reflejos de uno mismo. Bienaventurados los que globalicen al mundo desde la diferencia, porque de ellos será el Reino de los Sueños.

Felices Fiestas a todos (y si no pongo tod@s no es porque esté discriminando a nadie en esta mierda de lenguaje políticamente correcto que se han inventado unos cuantos para ser más papistas que el Papa)