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El primero nunca se olvida...

El primero nunca se olvida...

Sabor a sal. Así me gustaban sus besos, cuando el calor los provocaba y el sudor hacía el resto. Ella era morena, de sonrisa fácil y ojos marrones. Cálida, casi cándida; cándido amor de juventud. También tenía predilección por sus manos, pequeñas de dedos largos, casi huesudos: largas falanges que se clavaban en mi espalda cuando me regalaba un abrazo. A veces se recogía el pelo en un moño, pero generalmente llevaba suelta su media melena atormentada porque nunca conseguía rozarle los hombros, aquellos maravillosos hombros morenos al sol de verano. Todavía hoy recuerdo la extraña suavidad de su piel, los encontronazos de nuestras lenguas en medio de la extraña pasión de la que sólo se puede estar poseído en la adolescencia, las conversaciones intrascendentes de sonrisas embobadas en el banco de un parque, a la luz de la farola que hacía las veces de atrezzo romántico conceptual. Ay -suspiro- qué recuerdos; cuánta nostalgia; saudade desequilibrada. ¿Cuántos años han pasado ya? Tempus fugit y no vuelve atrás, sólo nos quedan los recuerdos mezclados con la arena derramada en el reloj de la vida. Pues bien, aquel recuerdo gritaba que ella me gustaba. Me enamoraba. Recuerdo que siempre me había preguntado qué sería estar enamorado -que no obsesionado-. Un buen día lo comprendí bajando hacia una de nuestras citas, cuando me di cuenta de lo feliz que era porque iba a encontrarme con mi niña. Parece mentira que sólo se necesite una nimiedad para darse cuenta de lo que hay delante de tus ojos y no logras ver.

Querida niña, cuántos recuerdos. Fuiste un tren que ya pasó, pero fuiste mi primer tren, ese del que nunca uno se olvida, del que cualquier recuerdo será hermoso porque los malos quedaron aparcados para siempre, junto con el dolor que provocaron, en la segunda estación de amoroso tránsito.

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