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Odios enlatados

Odios enlatados

Casi todas las mañanas me encuentro con dos rusas en el metro. Encontrarse es un decir, más bien podría decirse que nos aplastamos mutuamente entre la multitud; buscamos desesperados encajar en menos del diez por ciento de un metro (de un metro en el metro, qué bueno) cuadrado -¡Oh poceros de España, lo que obtendríais de ello, a ¿seiscientas mil? pelas el idem cuadriculado... Es curioso lo del metro. Yo odio el metro. Bueno, sólo lo odio a primera hora de la mañana y a última de la tarde. Mierda, si es cuando lo cojo. En fin, supongo que un japo se reirá de nuestra ineptitud para el aguante. Y eso que no está mal, porque es rápido, bastante cómodo cuando su ocupación no llega al cincuenta por ciento (aunque habría que ver quién coño determina las ocupaciones de los servicios públicos: treinta personas sentadas y trescientas veinte hacinadas), algo ruidoso, eso sí, pero al menos no te comes atasco alguno. Pues caramba, va a ser que no odio el metro si no a las personas que van -vamos- en él. Sí, es verdad, odio a la gente que se pone delante de la puerta y no deja salir al pobrecillo que va enlatado dentro; odio a la gente que se mete en el vagón antes de que salgan los pobrecillos que van enlatados dentro; odio a la gente que se mete en el vagón y rápidamente se aferra a la barra vertical que sirve de soporte al asiento más cercano a la puerta y que en vez de meterse más para dentro planta toda su humanidad (generalmente suelen ser este tipo de personas mujeres con enormes traseros que forman no menos inmensos atascos) al lado de la puerta, impidiendo el libre de acceso de la marabunta; odio a los sprinters, sí ese individuo que viene corriendo de un intercambio de trenes hacia el vagón, justo cuando el silbato ya ha sonado y pretende entrar por las puertas medio cerradas (yo me los imagino a cámara lenta, estirando el cuello para la foto finish; incluso si me fijo algo más, puede que vea como la corriente de aire imperceptible le deforma la cara. Aparte de lo que duele que te golpee una puerta, os lo digo por experiencia).

Odios aparte, lo que me fascina del metro es que, aunque parezca que la gente va de buen rollo y se incruste hasta el fondo del vagón, cuando se cierran las puertas, todos los individuos se mueven un poquito, una pizca, casi nada, y lo que parecía que era insaturable deja de serlo al encontrar cada sardina su lugar en la lata, lo que lleva a la conclusión de que mucha gente no entra todo lo que debería de entrar, salvaguardando, gracias a Dios, algo de oxígeno para sobrevivir durante el trayecto.

De todas formas, después de ese pequeño inciso, seguiré con mi diatriba monotemática: no os creáis que sólo odio a los que van en metro. ¡Faltaría más! ¿Alguien ha ido en la renfe alguna vez? Vas apaciblemente sentado en uno de esos "tresillos" doblados, esos asientos que se doblan cuando te levantas de ellos, y de repente, faltando aún cinco minutos para llegar a la estación, a casi toda mujer mayor de cincuenta años le da por imitar a cualquier sprinter de pacotilla. ¡Oh, señor, apiádate de mí, porque estos son los individuos a los que más odio! A los que se levantan del tresillo sin sujetarlo con la mano para que no golpee atrás. Si no consigues arquear la espalda a tiempo y separarla del respaldo, el golpe que te llevas es acojonante.

En fin, yo por las mañanas me encuentro con dos rusas que me alegran la vista, si es que logro girar el cuello desde mi décima parte de metro cuadrado hacinado, porque siempre entramos a presión por puertas distintas del mismo vagón.

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